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Foto del escritorRamón G. del Pomar

Sorprender al destino que corre

Parte I

Yo soy del norte, sí. Nací y me criaron en Cantabria, era un precioso valle regado por tres ríos, Besaya, Muriago y Tejas. En mi casa se escuchaba ópera, zarzuela y música clásica en general, lo que se definía como auténtica música y bel canto.

No soy del sur, qué va. Soy de La Montaña.

Y en Cantabria, Los Corrales de Buelna, cuando salía a la calle escuchaba los cantos de maravillosas corales, grupos de marzas, canción montañesa en todos los bares donde se juntaba un grupo de amigos a tomar sus vinos, “chatos”, para olvidar el duro trabajo de las fábricas, de las minas, de las canteras, de la floreciente construcción y del ganado. En las romerías, además de la correspondiente orquesta compuesta por batería, saxofón y acordeón, que no faltaran el pito y tambor de los legendarios Bosio y Martín.

Yo, entre semana y los domingos, ensayaba con los escolanos de La Salle, o en el coro de la iglesia, aquellos lejanos y olvidados cantos angelicales para que los fieles se sintieran más cerca de Dios en la santa misa, especialmente cuando se situaban en la fila que les llevaba a recibir el cuerpo de Cristo durante la comunión. Después ya me fui escapando gracias al twist, la yenca, el Dúo Dinámico, The Everly Broders, Paul Anka y tantos otros mimosos, hasta llegar a los satánicos Rolling Stones, Beatles, Tremoloes, Kinks, Los Salvajes, etc, etc, etc.


A lo que voy y permítaseme repetirlo, es que yo no soy del sur.

Entonces creía que era afortunado por no ser de aquella región que desconocía. Me contaban, aún no había televisión para que se abobara mi infancia, que los niños del sur echaban su tiempo correteando por calles, generalmente poco o mal asfaltadas, que los colegios estaban vacíos y que los chavales pasaban el día entre gente que, sin oficio ni beneficio, cantaban lamentos al son de palmas y guitarras y lo llamaban Flamenco. Y si mala era ya esta cosa del flamenco, más demoniaca era aún para las niñas y aún peor con las mozas o ya mujeres. Ellas, según nos contaba el hermano Bonifacio, bailaban para provocar a los hombres como si fueran animales en busca del apareamiento, brujas que volaban sobre escobas y que solo les importaban los pecados mortales para darse a ellos.

En el norte y solo los hombres -las mujeres no entraban a los bares salvo para recoger al marido borracho y llevarlo a casa-, bebían vino, tinto o clarete, chatos lo llamaban, también chiquitos, o bebían copas de orujo y cazalla. En el sur no sabía qué bebían o si lo pagaban sabe Dios cómo.


Así me crecieron de confundido, creyendo que el flamenco era de aquellos gitanos que llegaban desde el sur en sus carromatos y acampaban junto al rio, que por las noches robaban en los gallineros, en los tendales las ropas y, de no andar con cuidado, si no te alejabas de ellos como de la peste o el pecado, seguro que a los niños nos meterían en un saco, nos venderían para que nos sacaran la sangre y terminaríamos sin vida y arrojados al mar. La solución para evitar la tragedia consistía en escondernos nada más verles llegar. El flamenco era cosa de gente peligrosa, de su submundo.

Entenderán ustedes la razón por la que me perdí algunos privilegios que da el aprendizaje a edad temprana, aquello que se incrusta en el ADN para dar identidad a nuestras capacidades. Por ser del norte rancio crecí encriptado por lo autóctono y me quedé sin saber lo que es un Taranto, una Seguiriya, el Fandango de Huelva, las Alegrías de Cádiz, los Martinetes, las Bulerías, la Soleá, la Granadina, la Malagueña, los Verdiales, los Tientos y tantos y tantos palos de los que hoy presume España como su arte genuino más exportable.

El flamenco, permítaseme el sarcasmo, ya no es solamente de aquellos gitanos con los que me atemorizaban porque llegaban del sur. Ahora, como si nos vengáramos por tantas gallinas y ropa que nos robaron, como si pagaran el karma de tantos niños que se llevaron en el saco a quién sabe dónde, les robamos el salero y lo vendemos como Arte España. Claro que, mirándolo por el lado bueno, los gitanos ya no roban gallinas ni niños, ahora son médicos, ingenieros, arquitectos, abogados. Algunos continúan de tratantes en las ferias, otros se han dado al mercado de la droga y venden lo que esté a mano, ósea, como cualquier hijo de payo.

Pero yo, que desde la primera adolescencia elegí ser artista y sin más remedio ni planteamiento mío, la cigüeña me trajo payo, bien quisiera tener en la sangre todo el flamenco que llevan ellos y ellas, los del sur, sean gitanos o payos.

Cuando, ya viviendo en Madrid, escuché a Manolo Caracol, a la Niña de la Puebla, Pepe Mairena y vi bailar a la mismísima Carmen Amaya… ¡Ojú, qué solera, qué aje más grande!


Carmen Amaya
Carmen Amaya


Miren ustedes lo que son las cosas. Casualmente, esta gitana de Cataluña, Carmen Amaya, hoy está enterrada en el cementerio de Santander, cerca de la fosa común sobre la que fue fusilado por el franquismo mi tío Pepe. Carmen, igual que mi tío, ni tan siquiera tiene su nombre sobre la losa que la sepulta, ella descansa en el panteón familiar del que fuera su marido y guitarrista, Juan Antonio Agüero. Juan Antonio, hombre de familia con parné, dejó su carrera de Derecho en Valladolid para casarse con Carmen y recorrer el mundo. Actuaron ante la reina Isabel de Inglaterra, ante el presidente de EEUU que se llamó Roosevelt, en la boda del rey Faruk de Egipto. También fueron teloneros del mismísimo Elvis Presley. Tanto lució esta mujer por el mundo al país que la vio nacer, que terminó muriendo pobre y desahuciada.

Y es que España sabe presumir de arte pero trata a sus artistas como si fueran la morada de la caca, véase bien este ejemplo. Menos mal que, por una vez, los gitanos y la Guardia Civil se hermanaron. Los calós huyeron de las cárceles para asistir al primer entierro de Carmen, fue en Begur, Barcelona. Los segundos, la Benemérita, más comúnmente llamados los «picoletos», formaron un pasillo para honrar el paso del féretro en el que viajaba la diosa que nació en una barriada de chabolas. En el enlace que copio a continuación, podrán conocer más detalles:

En fin. Quería yo decir, antes de emocionarme con la historia de Carmen Amaya, que fue a mi definitiva llegada a Madrid en 1967, cuando Bernardo, un joven estudiante de ingeniería agrónoma natural de un pueblo de Córdoba, Mairena, compañero mío de pensión por un casual y, aunque del sur, para nada gitano y tan de familia bien como un servidor de ustedes o el propio marido de la Amaya, quedó sorprendido de mi incultura con respecto al cante y puso su empeño en hacerme conocer lo que él más amaba, el flamenco. En el pequeño tocadiscos que trajo de su pueblo, siempre giraban los discos de su colección. Sin duda que, por lo menos durante los dos años que compartimos vivienda, me invitó a más de 20 conciertos. Hasta que él terminó la carrera y yo fui detenido en una manifestación, por lo que perdí la prorroga militar de estudiante y me llevaron al Cuartel de Instrucción de Marinería de San Fernando, Cádiz.

¿Estaba escrito que mi destino era llegar a empadronarme como ciudadano del sur?

Pero ya era tarde para el flamenco, sí. O no era la ocasión propiciadora. En tales circunstancias, toda mi vocación consistió en desarrollar patrones que me evadieran de aquel destino forzado y, muy a pesar de los buenos propósitos con los que intenté beber de aquellas raíces sureñas, no pasé de las raíces que daban las uvas del vino fino que se vendía en Chiclana. A los palos del flamenco y por mucho que me las quiera dar de erudito, para la gente del sur, gitanos o payos, continuo siendo un bendito profano de nivel medio.

Ah, pero a mi favor puedo decir que no me rindo. Siendo como soy, un artista del norte, si el tablao es el único lugar en el que habitamos los artistas, también es el único lugar donde se propician los diálogos del alma pura, mensaje de respeto y de compromiso al que debemos entregarnos todos los seres humanos. Así que, de surgir la ocasión, yo no me pierdo un espectáculo de flamenco. De ahí que, incluso, haya llegado a participar como actor en la gira de la bailaora Carmen Morente, hermana del renovador y tristemente fallecido, Enrique Morente. Aquí nos tienen en este enlace:


Hace unos días tuve la inmensa fortuna de acudir al Teatro EDP Gran Vía y disfrutar con la magnificencia de Amores flamencos. Palabra que hubo momentos en los que la emoción me salía por los ojos para obstruirme la visión con alguna lágrima. Lo mismo le ocurría a mi acompañante, Sonia Estévez Pico, bailarina de otras raíces tribales.

Me emborracharía en adjetivos para hablarles de la joven bailaora de 19 primaveras, María Cruz. Al igual que yo, ella tampoco ha nacido en el sur de España. La parieron en el barrio extrarradio de Villaverde, al sur de Madrid,

Pero siendo ella del sur que su azar eligió para nacerla y mujer, María Cruz, con eso de que -escribo sus palabras- el flamenco es el grito del alma que llevan encerrado los bailaores, nos embrujó como la artista que es y se ve llamada a ser una de las grandes en el Olimpo flamenco. De ella se dice que es una bailaora valiente, racial y con gran instinto. Por eso su show, con todo eso de ceremonial que tiene la danza, nos embadurnó en la magia del deleite.


Amores flamencos
Amores flamencos

María Cruz se rodeó en escena de 17 artistas que nos mantuvieron en lo sublime del ritual, todo era pasión y destreza para hacernos disfrutar como observadores de un acontecimiento sin igual. Veíamos y nos sentíamos en un espectáculo creado para dar florecimiento a los residuos de lo vivido, para, siempre desde el respeto a nuestras raíces, rescatar la creatividad de la vida. Para contarnos, desde el expresionismo de sus entrañas, una historia universal, el ciclo de la vida y el respeto que le debemos a la madre tierra. La vida cede el testigo de la creación a las nuevas generaciones que vienen con su ingenio firme y las invita a recoger, como herramienta hacia la evolución, el talentoso y honesto legado de los antepasados. Así se transmiten los valores de la buena danza.

Era la bailaora, en esta ocasión Carmela Greco, quien como artista invitada nos habló de estos ciclos de la naturaleza y representó a la instructora más sabia, a la suma sacerdotisa del templo. Por algo esta tiene, entre otras muchas virtudes, las de ejercer comomaestra de flamenco en el departamento de cultura de la Universidad de Illinois, Chicago, además de ser directora/fundadora del seminario flamenco de Cádiz. Está reconocida por la Unesco Patrimonio Español. ¡Toma ya! Es del sur y gitana del Sacromonte, viene de una larga dinastía flamenca, Los Mayas.





Parte II

Pocos días después de este deslumbre con Amores Flamencos, me llegó la oportunidad de conocer a otra grande.

Fue María Juncal en el Teatro Cofidis Alcázar. Su espectáculo también resultó magnífico, La vida es un romance. Vean este vídeo:


Y ahora voy a darme a la extensión filosófica, los del norte somos así de raros porque, a diferencia de los del sur, tenemos más chaparrones que calle, más katiuskas y charcos que chanclas y pies descalzos. Por eso hay veces en las que se me confunden los espacios y cuento chistes en los duelos o arranco por filosofía donde la juerga no deja espacio.

No sé cuáles serían los diez detalles más importantes para englobar o definir a una bailaora de flamenco. Tampoco conozco la fórmula, si es que hay mayor ciencia exacta que la sinceridad, con la que transmitirles a ustedes la necesidad de investigar sobre estas mujeres y un arte tan racial. Solo trato de provocarles para que accedan, si es que aún no lo han hecho por su cuenta y desde hace años, a un mundo que, cómo todo lo bueno, lleva la marca que tanta honra da a España. Mi humilde opinión no es para remplazar la de nadie, saben ustedes que soy partidario de que cada cual crezca entre sus propias conclusiones.

Tal vez alguien quiera decirme que, si apenas sé de flamenco, cómo, por unos golpes con la yema de mis dedos sobre el teclado del ordenador, pretendo hacerles conocedores de cuáles son los compases de cada palo. Si usted piensa esto, es que me he explicado mal. Ojalá que las teclas fueran mis palmas. Aquí les adjunto a María Juncal, Guajira.




No creo en milagros pero sé que al toro no se le torea desde la barrera y que del flamenco manejo lo más esencial. Soy, lo que en lenguaje militar me aproximaría, permítanme la comparación, a lo que un soldado raso en primera línea de fuego, siempre listo para la batalla pero inexperto en estrategias de asalto.

Me conformaría con facilitarles un solo concepto que les cambie la vida, sí. Qué feliz me haría el saber que usted, por seguir mi consejo, se interesara en leer a los buenos críticos y sus análisis. Cuánto me gustaría saber que usted, por leer este artículo, ha entrado en Internet para nutrirse viendo vídeos, documentales, películas y, ya puestos, que asista presencialmente a los buenos espectáculos de flamenco que se celebran a su alcance.

Yo mismo, hace unos días aquí en Madrid, como ya he dicho antes, asistí al de María Juncal en el Teatro Cofidis Alcázar. De ella o de su espectáculo he tomado el encabezamiento de este artículo, Sorprender al destino que corre.


María Juncal en su espectáculo «La vida es un romance»
María Juncal en su espectáculo «La vida es un romance»


Con esta bailaora canaria, María Juncal, seguro que encuentran algún sentido que les vuelque la mente. Su sensual y poética manera de saber el flamenco se derrama a lo largo y ancho de la escena como miel de palma.

Dice, María Juncal, que la intención de todo aquel que se sube al escenario es la de contar una historia. Que la suya, además de contar una historia, es la de innovar. Por eso ha querido atrapar para el flamenco relatos tan lejanos de este arte como es el de Anna Frank. Continúa explicando que se ha fijado para crear esta obra, La vida es un romance, en los contadores de historias tradicionales, en los romanceros que llenaban de fascinación las vidas de aquellos que los escuchaban, cuando la gente no sabía leer ni escribir y tampoco tenía opciones para acceder a ello, la cultura y sus enseñanzas viajaban de persona a persona. La figura del romancero, sigue contando la bailaora, me ha inspirado siempre. Todos los procesos nos cambian y nos marcan. Y concluye: A partir de ahí, lo que hago o cómo me expreso significa mucho para mí.

Hay espectáculos en los que, de pronto, me he dado cuenta de que llevo algunos segundos desinteresado de la propuesta, con el pensamiento ausente del escenario, centrado en mí, en mis cosas de adentro, hasta que aparece alguna secuencia, ya sea coreográfica, de cante, palmas o iluminación, y vuelvo al presente porque ese exterior es más potente que mis cuitas y me abre la mente para admirar y aprender algo nuevo, algo que hará de mí otra persona para los restos. Pues miren ustedes, con María Juncal, nunca abandoné la escena, mi abstracción siempre estuvo en el arte que salía de su marco.

María Juncal plantea formas de pensar en el flamenco que a mí, después de tantos espectáculos que llevo a lomos, me dieron la vuelta desde el principio, desde que se iluminó aquel cono matriz que la envolvía, tal vez tejido con la misma tricotosa que su abuela utilizó para confeccionarle los jerséis con los que, como todo equipaje, un buen día se echó al mundo del arte.



María Juncal
María Juncal

Juncal me engatusó por tanta elegancia con la que formaba cada movimiento, por el ritmo acompasado y firme, aún cuando sutil, de su taconeo. Hasta me embelesó con el sonido del aire que aspiraba y exhalaba para hacer visible lo invisible, el talento que corre cual proteína por la sangre y llega a los pulmones para dar oxigeno a la verdad que ella es. De ahí y sin más pudor que el permitido por mi egoísmo para dar título a todo este relato que escribo sobre el flamenco y mis vicisitudes con él, que haya robado esta frase de su espectáculo, “Sorprender al destino que corre”, salió de la de voz rota de uno de sus magníficos cantaores.

María Juncal tiene pasión, fuego, ternura y la imprescindible arrogancia de quien se sabe en el centro del universo cumpliendo la misión de dar luz a la vida. Su instinto, el cante, el rasgueo de la guitarra y las palmas, marcan los pasos del baile que prende la vela Universal.

No había más que escuchar los múltiples olés que salían de entre el público emocionado y entregado al continuo aplauso, cómo descargar sino tanta energía que recibíamos.

Componer un romance, dice María Juncal, hacer rimar las palabras, los sonidos y los corazones. ¡Qué encargo más maravilloso me da el de vivir! En mis manos, las letras que de una forma dicen todo y de otra no significan nada.

La Vida es un Romance, es el cancionero de un caminante que halla hallando, vive viviendo, siente sintiendo y cierra los ojos para ver. Así es la canción del despertar y del amor, la del primer adiós, la de la soledad, la del ayer, la del miedo, la del cielo…

María Juncal ve la debilidad de las personas, los vacíos, las soledades, las alegrías… Lo ve todo y hace filosofía con la danza. El flamenco es el lenguaje que conoce su cuerpo y con el que se expresa desde el corazón. Por eso, contagiado de su hacer filosófico, sentí la necesidad de iniciar este relato filosofando.


María Juncal es Premio Nacional de Danza. ¡Ahí queda eso!



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